Natural de Betsaida, aldea del lago de Genezaret. Después de la resurrección de Jesucristo, asumió la dirección de la Iglesia. Trasladándose de Jerusalén a Antioquía, fundó su comunidad cristiana. Posteriormente fijó su residencia en Roma. Martirizado hacia los setenta y cinco años de edad.

Fue San Pedro un pobre pescador de Galilea, residente en Cafarnaúm, en casa de su suegra. Era un hombre sencillo, con poca instrucción, y vivía de su modesto oficio.

Su hermano, San Andrés, también pescador, fue quien lo presentó al divino Maestro. Era cuando Jesucristo comenzaba a escoger a sus discípulos. Dijo Andrés a Pedro, que se llamaba antes Simón: «Ven, Simón, que Jesús ya me conoce, y quiero que te conozca a ti». Cuando se presentó delante del Salvador, éste le miró largamente y le dijo: «Simón, hijo de Jonás, de ahora en adelante te llamarás Pedro». Con este cambio de nombre, Jesús tomaba posesión de su nuevo discípulo. Y desde aquel entonces le trató siempre con distinción delante de los otros, como había querido significar con el nuevo nombre. Pedro quiere decir piedra. Y, en efecto, Jesús le distinguió ya enseguida como Piedra fundamental de su iglesia y Cabeza del Colegio Apostólico. Por voluntad de Jesús, la figura de Pedro se va destacando cada día más entre los Apóstoles. Él es quien recibe de Jesucristo más demostraciones de familiaridad y confianza.

Un día, Jesús subió a la barca de Pedro y le mandó que se hiciese mar adentro y echase las redes para la pesca. Pedro le hizo notar que él y sus compañeros lo habían hecho inútilmente toda la noche; pero añadió: «Ya que Tú me lo dices, echaré las redes». Fue tanta la pesca, que las redes se rompían. Se llenaron de pescado la barca de Pedro y la de Santiago Juan, hijos del Zebedeo. Aquel milagro conmovió a todos los pescadores. Pedro, asombrado, se arrojó a los pies del divino Maestro, diciendo: «Apártate de mí, Señor, que yo soy un pobre pescador». Jesús le animó con estas palabras: «No temas, serán hombres lo que tú pescarás de ahora en adelante». Y dirigiéndose también a Juan, Santiago y Andrés, añadió: «Seguidme. Yo os haré pescadores de hombres». Desde entonces, los cuatro discípulos ya no dejaron ni un solo día de seguirle por todas partes.

En otra ocasión, cuando Jesús ya había reunido los doce Apóstoles, quiso quedarse solo en tierra para pasar la noche en oración, mientras ellos se embarcaban para atravesar el mar de Galilea. Hacia la madrugada se levantó un viento muy fuerte y se desencadenó una tempestad de oleaje que les ponía en peligro. Cuando estaban más espantados, Jesús se les apareció sobre el mar, caminando hacia ellos. De momento no lo conocieron, y comenzaron a gritar: «Viene un fantasma, viene un fantasma». Pero Jesús les tranquilizó, diciendo: «Sosegaos, soy yo, no tensáis miedo». Pedro le dijo: «Si eres Tú, manda que yo vaya hasta Ti sobre las ondas». Jesús se lo ordenó, y Pedro se lanzó al mar caminando sobre las aguas, con admiración de todos. Mas he aquí que sopla una ráfaga de viento y las olas se encrespan vivamente, y a Pedro le parece que se va a sumergir. «Señor, sálvame», grita con gran terror. Jesucristo se le acerca, le alarga la mano y le riñe dulcemente: «Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?». Después sube a la barca de Pedro, y en un instante se calma por completo la tormenta.

Cuando Jesús, predicando en Cafarnaúm, prometió el alimento eucarístico de su Cuerpo y de su Sangre, casi todos los oyentes se extrañaron y se marcharon sin querer oírle más, diciendo: «¿Quién puede oír semejante cosa?». El divino Maestro se quedó con los doce Apóstoles y les preguntó: «¿Qué? Os queréis ir también vosotros?». Pedro, en nombre de todos, respondióle: «¡Señor! ¿A dónde iremos? Tú dices palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y conocido que eres el Cristo, el Hijo de Dios».

El hecho capital de la vida de San Pedro es la institución del Primado pontificio. Caminaba Jesús en compañía de los doce Apóstoles hacia Cesarea de Filipo; De repente les preguntó: «¿Qué dice de Mí la gente? ¿quien dicen que soy?». Le respondieron: «Unos dicen que eres Juan Bautista resucitado, otros que eres Elías, o Jeremías o uno de los profetas». Y Jesús dice: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?». Entonces, San Pedro dice con entusiasmo: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo», Complacido Jesús de esta respuesta tan pronta, inspirada por el Cielo, dijo a Pedro: «Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne o la sangre [es decir, el mundo], sino el Padre celestial». E inmediatamente le proclama Cabeza de los Apóstoles y de toda la Iglesia: «Yo te digo, que tú eres Pedro [piedra], y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno [esto es, las fuerzas de sus enemigos] jamás prevalecerán contra ella. Y te daré las llaves del reino de los Cielos: todo lo que ligares en la tierra, será ligado en el Cielo y todo lo que desatares en la tierra, en el Cielo será desatado».

San Pedro, San Juan y Santiago eran los discípulos más amados de Jesús. Muchas veces le acompañaban los tres, sin los otros Apóstoles. Jesús les dio pruebas grandísimas de su predilección; entre otras, la de llevarlos a la cumbre del monte Tabor y transfigurarse allí delante de ellos, volviéndose resplandeciente como el sol y con las vestiduras blancas como la nieve, y la de haber querido que le acompañasen dentro del huerto de Getsemaní, momentos antes de comenzar su sagrada Pasión.

Cuando en aquel huerto se acercaron los soldados enviados por los fariseos para prender a Jesús, Pedro quiso defenderlo y, cogiendo una espada, comenzó a descargar golpes y cortó una oreja a Maleo, criado del sumo sacerdote. Jesús templó el ardor de Pedro mandándole que dejase la espada, y curó milagrosamente la oreja de Malco.

Pero a pesar de este entusiasmo de Pedro por Jesús, manifestado tan hermosamente, aquella misma noche cometía un pecado abominable, negando tres veces al divino Maestro y perjurando que no lo conocía, cuando los soldados y siervos de la casa de Caifás le señalaban como uno de los doce discípulos. La causa de aquel pecado fue la presunción, el haberse fiado demasiado de su valentía.

En el huerto de Getsemaní Jesucristo había dicho a los tres discípulos que hiciesen oración para poder mantenerse fuertes en las horas de prueba, pero los tres se durmieron miserablemente, no supieron hacerse un poco de violencia para vencer el sueño. La oración es la mejor arma contra las tentaciones y los peligros de pecar.

San Pedro se habría portado de otra manera si no la hubiese descuidado.

Además, quiso meterse en casa de Caifás y calentarse al fuego en medio de los enemigos de Jesús, creyendo que no sería conocido, o que, en caso de serlo, sabría defender con valor a su divino Maestro. ¡Cara le costó una imprudencia tan grande!

He aquí unas palabras inmortales que resonarán triunfalmente hasta el fin del mundo de uno a otro extremo de la tierra, proclamando la locura de los enemigos de la Iglesia y la imposibilidad de su victoria. Podrán perseguir la religión santa de Jesucristo; pero ella triunfará siempre, y de cada persecución saldrá más briosa y fortalecida. La historia de los siglos pasados nos prueba cómo ha sido hasta ahora, y así sucederá hasta el fin de los siglos venideros.

Además, las palabras que Jesucristo dijo a San Pedro confieren la autoridad suprema en el gobierno de la Iglesia universal.

Jesús le había predicho que antes de que el gallo cantase dos veces, él le había de negar tres. Y cuando San Pedro oyó cantar la segunda vez al gallo en la noche callada, se acordó de la profecía de Jesús y salió fuera, llorando amargamente. El Salvador quiso consolarlo, apareciéndosele después de su Resurrección y diciéndole que le perdonaba.

Todavía Jesús le dio, más tarde, otra gran prueba de amor confirmándole en el Primado de la Iglesia. Poco antes de la Ascensión, estando en la playa del mar de Galilea y después de otra pesca milagrosa, preguntó Jesucristo tres veces seguidas a Pedro: «Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que los otros?». A las dos primeras respuestas afirmativas del Apóstol, el Salvador respondió: «Apacienta mis corderos». La tercera vez, extrañado Pedro de la insistencia, contestó: «¡Señor, Tú sabes que yo te amo!». Y le replicó Jesús: «Apacienta mis ovejas». De este modo el Príncipe de los Apóstoles quedaba indudablemente investido de la suprema potestad de regir toda la Iglesia: los fieles, figurados por los corderos; los sacerdotes y obispos, figurados por las ovejas de Jesús.

A la mañana siguiente de la Ascensión de Jesucristo, comenzó Pedro a ejercer la dignidad y el oficio de primer Papa. En el Cenáculo presidió a los discípulos durante aquellos días en espera del Espíritu Santo. Asimismo, dirigió la elección de San Matías, que había de ocupar el lugar de Judas en el Colegio Apostólico. El día de Pentecostés inauguró la predicación del Evangelio, convirtiendo en la misma Jerusalén a tres mil personas.

Al cabo de poco tiempo hizo el primer milagro, curando a un paralítico, en el nombre de Jesús, a las puertas del templo de Salomón. Inmediatamente y en vista del prodigio se convirtieron cinco mil personas más y pidieron el Bautismo.

San Pedro murió mártir en Roma, de donde fue el primer Obispo durante veinticinco años. Antes de establecerse en la Ciudad Eterna había regido la iglesia de Antioquía y hecho numerosos viajes para visitar las diócesis que se iban fundando y organizar toda la naciente Iglesia. Era el año 67 cuando fueron presos San Pedro y San Pablo, por orden del emperador Nerón. Ambos fueron conducidos al suplicio el 29 de junio. San Pablo fue decapitado, mientras que el primer Papa moría crucificado, cabeza abajo, en el mismo lugar en que hoy se venera su glorioso sepulcro y se eleva la magnífica Basílica vaticana.